Hace años, a finales de los sesenta, mis amigos y yo tomamos la Catedral, de nuestro mayor respeto, como el objetivo de una escalada nocturna a la que siguieron bastantes más. Sabíamos que en su tejado descansaba un pilón pétreo que servía para quemar los hábitos de los peregrinos cuando éstos llegaban a Compostela. Éramos jóvenes, estudiantes, y nos tocó en suerte una temporada espléndida. Un clima perfecto. Subíamos con luna, cuarto de luna, sin luna y con buena noche. Con sigilo.
En el silencio de aquella ascesis nuestros susurros y el apagado eco de nuestro pisar se mezclaban melodiosamente, en un silente canto llano. Sabíamos que éramos el primer grupo que andaba aquel camino desde hacía siglos y en realidad puede que nadie lo hubiera hecho bajo la luna. Además la continuidad de aquella acción nos igualaba a los servidores góticos de la Catedral, que serán los únicos que podrían igualar el número de veces que, nosotros, estudiantes en la Compostela de los años setenta, peregrinamos por la cúpula de la basílica.
Casi, o sin casi, parecía que percibíamos desde el piso, el chan, de las naves interiores: el ronroneo, el arrullo, los ronquidos y el rumor de los nacionales de todas las patrias de Europa y América descansando y vigilados por el pertiguero y su hueste antes de que amaneciera. Pues entonces y al primer canto del gallo y el toque de las chirimías, los haces de los galos, los sajones, los teutones, los saboyanos, los flamencos, los loreneses, los portugueses, los españoles, los venecianos, los normandos, os alamanes, los escoceses, los napolitanos, y los armenios entrábanse a la pelea tratando de que el paladín de su nación fuera el primero en abrazar la imagen del Apóstol. Puede que en los días de plenilunio fueran ellos, su silenciosa sonrisa, la que impregnada de historia y de infinitud nos acompañara y nos protegiera hasta alcanzar el cumio de la Catedral.
Una, entre tantas, de aquellas muy dichosas noches entramos en la Torre Berenguela y subimos las escaleras hasta la gran campana. Las palomas alborotadas y casi ciegas volaban alrededor de nosotros. Al pronto la maquinaría del Reloj comenzó a moverse y creímos que íbamos a ensordecer con el ruido, con el son, pero el badajeo del brazo piñón contra el casco, fue afable como si la campana nos saludara. Se oía tal cual la que escucha desde su celda una monjita de San Payo o el romero actual que espera a que den las doce de la noche, sentado en el bancal de piedra de la hermosa plaza de la Quintana.
Al volver por el tejado, vimos que por la rendija inferior de una puertecilla se asomaba la luz. La empujamos y dentro oímos una voz pausada, modulada como si el emisor no deseara alborotarnos, no quisiera ponernos en peligro, no deseara desbandarnos a la gran altura en que nos encontrábamos. Éramos chicos. Éramos aventureros. Fuimos venturosos. Corrimos por el tejado, saltamos como los potros y descendimos por la fachada norte de la Corticela hasta atañer el suelo da ruela en la plaza de Platerías.
Al tiempo y sin mayor agitación, el cabildo ordenó que comenzaran las obras que anclaron en el alero de la capilla una grande y puntiaguda verja verde; que de nuevo hoy, pasadas las décadas, ha sido retirada.
Lucindo-Javier Membiela
* Extraído del glosario a la Edición Mayor de La Casa de la Troya, de próxima publicación.
* Estampa de la plaza de la Quintana al anochecer