ALEJANDRO PÉREZ LUGÍN
compostela

LA JORNADA LABORAL EN EL SANTIAGO FINISECULAR.

4 de febrero de 2010

Santiago de Compostela se despertaba muy temprano.
Al oírse el canto de los gallos, que vivían en la huerta y en el jardín trasero de las casas de las Rúa del Villar, Rúa Nueva, Péxigo o San Pedro, se encendía la luz de gas y los quinqués de petróleo y se renovaba el aceite a las palomillas encendidas ante la imagen a la que estaba advocada la casa; que bien podía ser una composición en la que el Apóstol Santiago se arrodilla ante la Virgen del Pilar. Esta costumbre que tiene un origen pagano, romano, fue santificada por el uso cristiano. Las casas del Preguntoiro, Rúa Travesa, la Virgen de la Cerca y San Lorenzo que no se podían permitir un oratorio ordenaban un aparte, que en lo mínimo era una repisa o la tapa superior de una cómoda, donde depositaban y cuidaban y oraban a los santos de su devoción.
Pues bien, Compostela despertaba y sus Rúas y caminos comenzaban a poblarse de ruidos:
El rebotado de los zuecos de las mujeres y el de los botos de los obreros, jornaleros y aprendices que apresuraban su paso para llegar a tiempo al taller o al lugar de su oficio donde debían encender la fragua, barrer y abrir las puertas del obrador o despacho.
El de los tratantes que parecían marchar al cansino paso de las bestias que pastoreaba el zagal.
El de las ruedas de los carromatos que se trompicaban al saltar desde una laja a otra. Mis ojos han llegado a ver la desvirtuación de algunos suelos gallegos, que todavía permanecen en la prosa de los grandes viajeros del XIX. En lo mismo, la sustitución de la piedra secular por unos paralelepípedos blancuzcos. ¿A dónde ha ido a parar aquella piedra que antes de ser chan formó parte de las fortalezas y murallas de la villa? ¿Cuáles son los hilos, «hilos», que se han movido para avalar tamaño negocio?
Si el criado o mozo era un familiar o protegido y vivía en la tienda, donde dormía debajo del mostrador, o en un pequeño retiro armado y bien pechado en el hueco de las escaleras, la primera manifestación de su vuelta a la vida era la de la apertura de los cierres y la puerta, el fregoteo del suelo y el baldeo frontal del trozo de Rúa al que daba la propiedad. A cada tiempo su afán y si en otro momento los estudiantes, los mozos y los troyanos le hubieran entrado a la puya, a esta hora todos estaban lo suficientemente cansados y legañosos para no ocuparse más que de lo suyo. Los criados apuraban la labor y los estudiantes volvían a su pensión vigilados a la cola por los serenos que se los pasaban de calle a calle como si fueran de relevo. Escribe Lugín: «Al salir a la calle dividiéronse. A unos se los llevaron a sus casas medio arrastrando. Otros desaparecieron misteriosamente. Álvaro Soto, Alejandro Barreiro y Augusto, con las capas caídas y arrimados a una pared, tiraron de lo más sentimental de su repertorio y estuvieron cantando y tocando hasta que apareció un villéu que les impuso silencio, obligándoles a retirarse. Barcala, con la capa arrastrando, el andar incierto y la guitarra bajo el brazo, colgóse del de Gerardo [...]»
Era una hora incierta pues los villéus estaban llegando a sus puntos de destino mientras se oía el lento repiqueteo de los chuzos de los serenos que se retiraban a dormir a sus casas de la cuesta de Patio de Madres, Pitelos y el barrio de San Pedro.
En ello, también se oían las voces de los besteiros y los postillones que sacaban los machos y las mulas menores y los tiros a abrevar a las fuentes. El son de los carros y las carrilanas que entraban con sus cargas de leña, paja, hierba y fardería en la ciudad dirigiéndose a los almacenes donde se expendían al mayor las cosas de beber, comer y arder; y a la plaza del Mercado, a los bazares y a los ultramarinos. Y se escuchaba el augusto paso de los canónigos, de los sacerdotes y de los monaguillos apenas despiertos y el de la gente que era funcionaria y que hacía que trabajaba en el Ayuntamiento, en la Universidad y en el Gran Hospital de la plaza del Obradoiro. Y en fin, el fru-fru de la ropa y el taconeo pausado de las dueñas y las niñas y señoritas de sus ojos que acudían a misa a la primera hora de la mañana.
Como escribe el bueno de Lugín: «[...] al choclear lejano de unos zuecos. Camino de la Catedral pasaban presurosas algunas mujeres, tocadas con mantilla de paño negro y llevando en la mano un rosario», y «Deslizábanse silenciosamente [...] pegadas a las paredes [...] [unas mujeres que] volvían de la misa [...] que habían oído en San Francisco». Estas buenas mujeres eran cerradamente respetadas pero recuerdo un autor de aquel tiempo que las decía «valientes» por ir a misa tan temprano con la única defensa del llamado ridículo, su bolso. Lugín las describe viejas y secas casi como lo hizo Blasco Ibáñez y las pintó Picasso y Casas.
La realidad es múltiple. Todas aquellas santiñas que acudían a nuestra Señora del Camino a la iglesia de San Francisco, a San Fiz, Salomé o a la Catedral, habitaban en diversos cuerpos: eran tan hermosas e inocentes como una manzana en sazón, tal cual las pintó Bécquer, las dibujó Doré o las describe Gabriel Miró; tan fecundas pero severas y de secano tal como las presenta Sotomayor; con la debida exclusión de las que aparecen al pie de una ermita o en la boda en Bergantiños, cuyas cariñas teñen a pel da seda e a cor dunha doce manzaniña vermella, celta; o estaban enfermas de amores y se morían por un piropo o una contenida procacidad, tal como nos las pintó el extremoso Romero de Torres.
Recordaré unas frases del escritor Federico García Sanchiz, por el tiempo en que Lugín imprime su novela: «Las huertanas, en su mayoría viejas y gordas, con cara de barro cocido, y otras jóvenes, pálidas y con fulgurante mirada negra [...]». Por último me permito advertir que don Alejandro escribe su novela condicionado por una nueva poética que implicaba que en lo externo la única belleza era el hábitat urbano, el medio vermouth y el fox-trot con Maruxiña, y en lo interno la sublimación de lo regional.
En la cuestión del horario no había diferencias.
La gente madrugaba.
La jornada laboral era muy exigente. Agotadora. Comenzaba al amanecer a las cinco o las siete de la mañana, según la estación del año y la demanda del mercado y se finalizaba al anochecer. Los tiempos de recreo eran para el desayuno, el almuerzo, para la comida y el que se hacía al caer la tarde.
El trabajo a destajo en las carpinterías, teixedurías y talleres, y la tarea para concluir en casa, era lo más frecuente.
El descanso dominical era casi inexistente porque en Compostela había mercado.

→ HORARIO.
 

Lucindo-Javier Membiela

*Extraído del glosario a la Edición Mayor de La Casa de la Troya, de próxima publicación.

*Imagen de un villéu compostelano de finales del XIX. 

Foto
La Casa de la Troya The House of Troy La Maison de la Rue de Troie La Casa de la Troya Edición Centenario
OBRA PREMIADA POR LA REAL ACADEMIA DE LA
LENGUA ESPAÑOLA
Edición de Lucindo-Javier Membiela
Ilustraciones de Cristina Figueroa

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