Torrente Ballester escribe que por las trampillas que existían en el cielo de los soportales de la Rúa del Villar y la Rúa Nueva, que poco a poco y en un sinsentido han sido eliminadas, las mujeres de la casa veían pasear a los transeúntes antes de ponerlos a caldo.
En mi opinión las trampillas se utilizaban para oír la música, atender a los foráneos y recoger recados en una cesta sin necesidad de bajar a abrir la puerta. Escribe Lugín: «[...] unos rapaces que [dando una serenata a unas jóvenes que los escuchaban a través de la trampilla] cantaban muy afinadamente “A foliada”, de Chané, recostados en el escaparate de Bacariza». En otro epígrafe cito el uso que le daba Galí, cuando se retiraba a almorzar. En esas horas de descanso y restauración dejaba las puertas de la librería y la trampilla del cielo de su soportal abierta, de tal manera que cuando un cliente se acercaba a comprar un periódico le decía que pasara, que lo tomara él mismo del mostrador y que allí dejara el dinero. Galí no bajaba y según aseveró, «nunca nadie me engañó».
Escribe Lugín: «En los pisos de muchas casas se abren unas pequeñas trampas que sirven de observatorio a los vecinos. Desde abajo se adivina a la familia, sentada en corro alrededor de la mirilla, señalándose a los transeúntes para caer sobre ellos con el hacha de las lenguas».
Me reitero. El paso de la gente por debajo de estas mirillas es inmediato, tal cual el de los rayos del sol sobre las oquedades donde se cultiva el sabroso tomate enano en las Canarias. La función de las trampillas era la de desempeñar el oficio por mí señalado; lo que no es óbice para que en algún momento se le diera el servicio que dice Lugín o se tratara de oír alguna conversación privada.
Lucindo-Javier Membiela.
*Extraído del glosario de la Edición Mayor de La Casa de la Troya, de próxima publicación.
*Foto de la Rúa del Villar en la actualidad. En los techos de sus soportales aún se ven las trampillas del XIX de las que habla Lugín en su novela.