Desde ya y hablando del siglo XIX los literatos y ensayistas se dividen en dos frentes.
Los que nos hablaban de una Galicia amorosa, delicada, bella, húmeda, feraz y soleada y los que la tachaban de rota y miserable.
Don Alejandro Pérez Lugín conoció las dos pero entendió, con acierto que aquella tierra que el vivió con tanto amor nunca fue similar a los desairados terrunios que nos describen los escritores rusos del XIX y principios de XX.
El humanismo gallego habitó sus personas pero también se comportó como el dios Panteo vitalizando sus corredoiras, sus fuentes y manantiales, los hórreos y los lares.
En la imagen adjunta se muestra a una niña-chica, hermana mayor, que recoge agua de la fuente mientras vigila a su hermano pequeño. Esta imagen es real aunque algunos la quieran tachar de pastoril y no es dura aunque algunos la traten de desdichada.
Yo la conocí al igual que hace un siglo la vivió don Alejandro Pérez Lugín y desde aquí afirmo que hay más de la alegría de vivir que de la pobreza triste que nos quieren hacer ver algunos ensayistas.
Vaya la estampa a la mayor gloria de la poética que anidaba en la mente del autor de La Casa de la Troya. Su Moruxo, su Tatín, su Sada, su Alvedro, su Oleiros, su Burgo, su Coruña, su Madrid, su Oviedo, su Sevilla y Valencia vivieron muchas escenas como la que muestra nuestra imagen.
Lugín y yo nos felicitamos por los ilustradores que las recogieron y por los vates, tal como Rosalía de Castro y Cabanillas y Trueba y Pereda y Gabriel Miró, que las cantaron.
He dicho.
Lucindo-Javier de Membiela