ALEJANDRO PÉREZ LUGÍN
compostela

Roberto Arlt y Santiago de Compostela (II)

22 de abril de 2009

En este segundo capítulo de su serie sobre Santiago de Compostela, el argentino Roberto Arlt describe la honda impresión que le produce la ciudad. Bajo su visión, la presencia de la muerte se esparce por los templos y calles dominados por la fría piedra, y nos empuja hasta los límites de la urbe, donde atisbamos cual soplo de aire fresco los colores de la naturaleza. / Javier F Pollán

FORTALEZAS DE LA DESESPERACIÓN / UNA CIUDAD EN LA QUE IMPERA EL SENTIMIENTO DE LA MUERTE

   Yo denominaría a Santiago de Compostela, fortaleza de la desesperación. Ausencia de alegría. Anticipo del invierno. Callejuela de la muerte.
   No se vive en Santiago, se perece. Agoniza el alma, frente a estas murallas de bloques grises, amarillentos otros, oscuros en mosaico de antigüedad y acabamiento. No se vive en Santiago, que se muere. ¡Oh, esos faroles encendidos en el ángulo de piedra de una iglesia, esas campanas inmóviles incrustadas en gruesos troncos, esas imágenes de piedra, en nichos de piedra, que extienden una mano!
   Como un alma en pena se anda por aquí. Las calles juntan en confines próximos la altura de sus fachadas, la noche gris cae sobre la ciudad silenciosa en estrecho crepúsculo de piedra, los ojos giran, buscando un aliciente, un motivo de alegría o de sonrisa, y siempre, siempre esta tiesura señorial y tétrica.
   Cada cuarenta pasos la muralla de un templo, una torre en cuyas cornisas crece la hierba; un ángulo de piedra con un farol encendido, que mancha la piedra de luz. Y mientras el resto se dibuja severo en la obscuridad, y esto es hermoso y fúnebre, os persigue por donde camináis, como un castigo. ¿Dónde ir por dentro de estos laberintos, que no se tropiece con esta vida condenada, con esta negación de la existencia feliz? Porque aquí todo niega a la vida. La piedra es fría y rugosa como las paredes del sepulcro; la luz de los fanales de hierro, lúgubre como las que lucen en torno a los ataúdes; las imágenes de piedra, cubiertas de ropas talares, con los brazos extendidos, con instrumentos de martirio a los costados, os recuerdan constantemente que morir habemos, y allí hacia donde se avanza está la advertencia de la muerte carnal; una es el frontispicio del templo de las Ánimas, con su dintel de mármol, donde entre llamas de mármol, arden despeinadas almas de mármol, mujeres de rostro fino, con el cabello de mármol suelto sobre las espaldas. Y si entráis en una plaza, es una plaza vasta como un mar muerto de piedra, desierta, bloqueada de murallas crestadas, con cimborrios que recortan su silueta negra en un gris cielo de atardecer, y el doble frío de la piedra y del hierro os cala el tuétano, como una llovizna de muerte os empapa el alma, y aunque se quiera resistir a tan terrible melancolía, no se puede. La ciudad, que es fortaleza de la desesperación, se os adentra con sus almenas en el alma, las callejuelas por donde camina la muerte os agotan el ánimo.
   ¿Es posible sustraerse a tamaña incitación a morir? El Greco, que era un temperamento armonioso, que se formó en una escuela de pintura luminosa bajo la influencia de Tiziano, se identificó, contra su voluntad, tan fielmente con el siniestro panorama de Toledo, absorbió tan profundamente la taciturna atmósfera española, que quizá nadie como él ha pintado dentro de sus trajes negros, a hombres, mujeres y niños, recios de convicción religiosa y sombríos de vivir, casi lacerados por austeridades monásticas.
   Y es que este siniestro aparato de ciudad española, elevando la piedra en murallas hasta las nubes, dejándola oscura para que su oscuridad ciña más naturalmente el cuerpo con negruras de la muerte; esta ciudad española es tan fuerte, que dentro de ella, o se aniquila el alma en la desesperación o, si sobrevive, queda apartada para siempre de los goces de la tierra.
   Porque no hay aquí una sola concesión al placer, ni a la felicidad. Es inútil buscar un detalle tierno, una calle, una sola, donde la alegría esté pintada en la arquitectura. Pareciera que un gesto terminante, ha barrido de la piedra la posibilidad del jardín, que una voz ha gritado en el horizonte su orden de callar y morir, y aquí se calla y se muere. Sólo por la mañana, cuando el sol alumbra, la piedra aparece mojada de una cierta luz de ingenuidad, pero en cuanto el sol traspone el cénit, y los grandes lienzos de sombras comienzan a caer a lo largo de las fachadas, y algunas luces se encienden tras de los ventanales, el alma se llena de horror al vivir, el entendimiento se cubre de telarañas de meditación, abiertas de par en par, las tremendas puertas de las iglesias, más obscuras abajo que si anocheciera, con los vitrales altos, con las pinturas de pasión color bermejo, y se sale...
   Aquí, en Santiago de Compostela, la muerte está presente. Aquí, en Santiago de Compostela, el lúgubre panorama de piedra incita al aniquilamiento de todo impulso. La ciudad misma es un templo de cada uno de cuyos muros se escapa la terrible voz de «Morir habemos».
   Y si uno, siguiendo melancólicamente una larga calle, llega al deslinde de la ciudad, donde se distinguen colinas verdes y azules en cielos que comienzan a estrellarse, es menester esforzarse para no gritar de alegría. Parece que sólo entonces descubrimos que el campo y las colinas que tienen la forma del seno de una mujer, y la luna como una uña plateada, y los caminos que serpentean en cuesta, son alegres. Y respiramos, respiramos como si saliéramos de una cárcel. 
 

La Casa de la Troya The House of Troy La Maison de la Rue de Troie La Casa de la Troya Edición Centenario
OBRA PREMIADA POR LA REAL ACADEMIA DE LA
LENGUA ESPAÑOLA
Edición de Lucindo-Javier Membiela
Ilustraciones de Cristina Figueroa

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