ALEJANDRO PÉREZ LUGÍN
compostela

Roberto Arlt y Santiago de Compostela (III)

22 de abril de 2009

En su tercer aguafuerte sobre Compostela, Arlt sucumbe ante el Pórtico de la Gloria, la monumental obra del maestro Mateo con que se encuentra el viajero al entrar a la Catedral por el Obradoiro. Su grandeza parece reconciliar al escritor argentino con la ciudad. / Javier F Pollán

"EL PÓRTICO DE LA GLORIA" / UN PRODIGIO DE ARTE EN VEINTE AÑOS DE TRABAJO

   Hace 767 años, es decir en el año 1168, un humilde escultor, en Santiago, llamado el maestro Mateo, comienza a tallar los troncos de mármol de aquel que denominará El Pórtico de la Gloria, y durante veinte inviernos, veinte veranos, veinte primaveras y veinte otoños, durante veinte años ciegos y obstinados, labra un árbol bíblico, que luce CIENTO TREINTA Y CINCO figuras, bosque de piedra y encantamiento, que lega su nombre a la posteridad, con grandeza tal, que en "Apolo", Salomón Reinach, escribirá siete siglos después:

   "Cuando se compara El Pórtico de la Gloria, no sólo con las mejores obras del románico español, sino con aquellas excelentes que produjo Francia en el siglo XII y aun en el XIII, la inferioridad de todas ellas es palpable".

   Sermón de piedra, imprevista creación, que espanta por la potencia humana que revela, valiosa ella sola por toda la Catedral de Santiago.
   Para el caminante que ha visitado Andalucía, y se ha sentido perdido en esa tremenda ciudad de piedra que es la Catedral de Sevilla, el templo compostelano no deja de ser una iglesia más. En cambio, el Pórtico de la Gloria, abriendo la entrada de una nave que sostienen catorce columnas, reflejándose en un piso como un tablero de ajedrez, y en cuyo fondo se levantan las molduras de oro muerto de los órganos laterales, y abajo, en un altar, sobre fondo escarlata, un cuadro de Cristo, y otro de la Virgen. El Pórtico de la Gloria sorprende tan inesperadamente al visitante, que éste se detiene, dudando si es posible que dos manos de carne terrestre hayan labrado tal masa de
mármol. El Pórtico...
   Tres arcos. El central simboliza la Iglesia Católica, el de la izquierda la Iglesia de los paganos, y el de la derecha la Iglesia de los judíos. El aviejado mármol de las columnas ha tomado un lívido color de carne de pulpo, y está bordado hasta el zócalo de figuras de alucinación.
   El eje de esta humanidad de mármol es un Cristo de tres metros de estatura, cuya triple dimensión, con las restantes figuras que le rodean, responde a los fines didácticos del sermón de piedra. Este Cristo labrado y enorme yace sentado, mostrando sus miembros taladrados por los clavos. Le rodean los cuatro evangelistas, tiesos en el lomo de sus bestias emblemáticas, el águila, el toro y el león, a excepción de San Mateo, que, sentado, escribe sobre un pergamino de piedra.
   Cuando se levanta la vista de este conjunto, sumergido en claridad crepuscular, y se la deja moverse en torno a las nervaduras de los arcos, donde se encuentran distribuidas las ciento treinta y cinco figuras de mármol, conservando algunas el rastro borroso de los colores en que fueron teñidas estrellas de oro en pliegues de mármol negro, el abultamiento disforme se entra de tal manera por los ojos, que aunque la altura de las bóvedas aojivadas resulta escasa, se torna dificultoso seguir ordenadamente el perfil de aquella multitud de figuras, acopladas e injertadas unas en otras como los monstruos de un templo indio. Es menester un dominio poco común de la historia sagrada para penetrar en la simbología de este apeñuscamiento lívido, en la intención simbólica de estas figuras enredadas, con cabezas de negro y barbas asirias, que nos recuerdan las extraordinarias multitudes grises que se revuelcan en el fondo de las cavernas de pesadilla. 
   Ya es Daniel, mirando irónicamente a una matrona; ya es Isaac, con el hacha de su padre sobre la nuca, y ni los capiteles se han librado del delirio del maestro Mateo, cuyo cincel ha bordado en la piedra escenas de edificación y monstruosidad. Ya es un señor que está por meterse a la cama y conversa con un jovencito que se supone es su criado; en otra, un doncel imperativo, y si nos detenemos en el arco que representa la Iglesia de los paganos, vemos a la Trinidad con tarjetas de visita en la mano, que cada una de ellas representa los Evangelios, y a partir de aquí el panorama tórnase sombrío. La Violencia, la Crueldad, la Rapiña, la Gula y la Lascivia están representadas por reptiles enredados, por demonios con cabezas de negro, cuyos hocicos de hipopótamos trituran el cráneo de terrestres penitentes; del cuello de un monstruo penden cuatro ahorcados. La locura ha soldado aquí cabezas de aves con troncos de perros, dos águilas con los cuellos trenzados se destrozan los ojos; algunas gallinas con cabeza de toro devoran unas calabazas; un diablo le ofrece piedras a Jesús para que las convierta en panes; una mujer, con cabeza de hombre, le hace muecas indecentes a dos ancianos; cuatro cabezas lanudas en un solo cuello devoran simultáneamente una empanada; dos serpientes estrangulan los senos de una desdichada; un demonio le tira con una tenaza la lengua a un penitente; un hombre lucha cuerpo a cuerpo con un león, y en un fuste, dos palomas picotean un racimo de uvas. En el arco central, que corona la estatua del apóstol Santiago, están representados los veinticuatro ancianos del Apocalipsis, con instrumentos musicales apoyados en las rodillas, y excelentes caras de prestamistas. Los instrumentos de la Pasión, el Ángel con la corona de espinas, el otro con la lanza y los clavos, el tercero con los azotes y el cuarto con la caña y la esponja, enfilan sus curvaturas en el capitel de la columna central.
   El visitante contempla el Pórtico de la Gloria y piensa en el maestro Mateo, en su laboriosidad infinita, en su genio demoníaco, atormentado y sensual, que en la ciudad de piedra, hace siete siglos, sembró la semilla de un árbol de mármol, cuyo fruto invulnerable a los dientes de todos los demonios, es su genio. 

 

La Casa de la Troya The House of Troy La Maison de la Rue de Troie La Casa de la Troya Edición Centenario
OBRA PREMIADA POR LA REAL ACADEMIA DE LA
LENGUA ESPAÑOLA
Edición de Lucindo-Javier Membiela
Ilustraciones de Cristina Figueroa

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