REMINISCENCIAS DE COMPOSTELA / CIUDAD DE MILAGRO Y VENERACIÓN
Jerusalén, Roma y Santiago, tres vías que en la Edad Media, canalizan los rumbos de las multitudes penitentes.
Desde el año 844, en que el Papa León III, da conocimiento a todos los obispos de la cristiandad, que en Compostela se han descubierto los restos de Santiago Apóstol, predicador de las Españas y mártir de Herodes Agrippa, las peregrinaciones se suceden tan copiosas, que en el término de cien años, Santiago compite con Roma. En Valcárcel se levanta un monasterio para atender exclusivamente a los peregrinos ingleses; en Compostela, los Reyes Católicos, dolidos de los peregrinos que duermen bajo los pórticos, muchos enfermos de los trabajos sufridos en su romería, ordenan que se levante un hospital; masas de viajeros desembarcan de las carabelas en Muros, Finisterre, la Mugía y Coruña; las peregrinaciones terrestres cruzan por Aspes y Roncesvalles, siguiendo las veredas de quebradas losas, restos de la dominación romana. Con un bordón en la mano, ancho sombrero de paja y manto caído sobre las espaldas, hombres de naciones extrañas y bárbaras, cruzan los caminos hacia Compostela.
Se escuchan los dialectos más disonantes, el de los francos, aquitanos, frisones, sardos, chipriotas, elamitas, capadocios, navarros, armenios, flamencos, eslavones, paflagenios, milaneses, africanos. La nobleza de toda Europa, los barones forajidos, los duques gerifaltes, los marqueses rampantes, los capitanes de aventura y riesgo, los príncipes que detentan un reinado, los criminales arrepentidos, los ciegos y las damas de tierras nebulosas, cruzan las veredas romanas; los santos y fundadores de órdenes religiosas se encaminan a Compostela, San Evermaro, San Teobaldo, Santa Brígida de Suecia con su marido Ulf Gdmarson, Santa Isabel de Hungría, Santo Domingo tostador de herejes, San Francisco, abogado de pobres, todos ellos cruzan las calles enlosadas de piedra de Compostela, a lo largo de las bóvedas donde hay caminos huraños. Y, con cirios encendidos en las manos, van a caer de rodillas frente al Sepulcro de la Catedral. El arzobispo Gelmírez, nervio del renacimiento compostelano, hace fabricar el palacio arzobispal, para poder hospedar a los grandes señores. Siglo de milagrería y de fe encendida. Los culpables de tremendos delitos, los enfermos de dolencias incurables, se arrastran por los caminos, para poder llegar a Compostela. El Duque de Aquitania, cruza tan maltrecho Santiago, que un bardo de rúa, al verle pasar, improvisa esta copla:
«A onde irá aquel romeiro,
meu romeiro a onde irá.
Caminho de Compostela.
Non seis s’alí chegará »
El Duque de Aquitania alcanza a entrar a la catedral y muere frente al altar mayor.
El Papa Calixto, que visita Compostela, se maravilla de la diversidad de lenguas y cánticos de extranjeros que se escuchan.
En el interior de la Catedral arden tantos cirios en manos de los romeros, que bajo sus bóvedas no se diferencia la noche del día. Muchos cantan en sus idiomas patrios, acompañándose de cítaras, de tímpanos, de pífanos, de trompetas y salterios. La afluencia de peregrinos es tan extraordinaria, que un sacerdote versado en lenguas, va llamando a los romeros por sus tribus. Estos se acercan al altar mayor, y el sacerdote con una caña, golpea al penitente en las espaldas, exclamando al mismo tiempo:
«–Beton a trom San Giama. A atrom de labre», que expresa: «Bien toma el trueno Santiago, el trueno del labio.» Otras veces, es menester instalar altares en los pórticos y placeta de la Catedral, porque las multitudes medioevales sobrepujan todo cálculo. Y se explica. Una vez, en el Año Santo, en Santiago, pueden ser absueltos por cualquier confesor los delitos más atroces, aún aquellos cuya indulgencia se reserva para sí la Silla Apostólica.
Los Caballeros de Santiago (guardiaciviles de la Edad Media) merodean por los caminos, con ceñido casquete de cuero a la cabeza, largo escudo y más larga lanza, y la enseña de la cruz bordada en la capa.
Se confeccionan guías para penitentes, algunas en verso, como la de Herman Kuening de Vach, editada en 1495, en inglés y en latín, y titulada «El Camino de Santiago».
La ciudad es rica, fuerte y arisca. La burguesía se disputa con la nobleza el gobierno comunal. El hermano del arzobispo muere apuñalado por la multitud de artesanos sublevados; doña Urraca, cuyo hijo Alfonso será más tarde coronado, tiene que huir desnuda por las calles y refugiarse en la iglesia de la Corticela; el arzobispo Gelmírez intriga y conspira; un Legado del Papa es degollado; los prelados ciñen cota de malla; las fiestas de las corporaciones llenan la ciudad de estrépito y de dolor; el oro y la plata se trabajan en los talleres de los Concheiros, artífices de las veneras que según bula de los Papas no pueden ser sino fabricadas en Compostela, y el día más glorioso de Gelmírez, es aquel en que corona al niño Alfonso, rodeado de su espléndido Cabildo Eclesiástico. La personalidad de Gelmírez resulta apasionante. Bajo su empuje, la ciudad prospera, las posadas son innumerables, los artesanos trabajan en barrios según su especialidad, se labra el azabache, la plata; los espaderos templan puñales y espadas para los caminantes; algunos siglos después ciento catorce campanarios se levantan en Compostela, cuando las campanas baten, las aves huyen de los cielos; frente a los doscientos ochenta y ocho altares de la ciudad se arrodillan hombres de todas las naciones, de los pórticos de sus cuarenta y seis edificios religiosos, entran y salen obispos, cardenales, coadjutores y los blasones, rampantes y feroces que decoran las fachadas, dan testimonio que la señoría de la ciudad es bravosa y opulenta.