Se abrían varias horas antes del amanecer.
Sólo se las permitía trabajar por la noche cuando horneaban por comisión de un tratante que precisara una carga para beneficiarla en una feria alejada, en las fiestas de Nuestro Patrón el Señor Santiago, o en situaciones de este tenor.
En Compostela el pan se repartía en grandes cestones de mimbre y sacos de esparto, que se cargaban en las tartanas o a la tercia en las mulas de realce. Los tahoneros hacían el reparto descargando el pan en los ultramarinos, cafés y casas de comidas, al mismo tiempo que recogían los cascos vacíos. Escribe don Alejandro: «[...] desde el frontero murallón del mercado sus compañeros, escondidos detrás de los cestos vacíos del pan [...]».
El apurado trabajo de aquella gente, su peculiar oficio y la necesidad y el respeto a los que convocaba el bendito pan, el calor, el encendido del horno de leña, el vaciado de las cenizas y el aroma del mollete recién horneado son una constante en el devenir occidental y en el de las gallinas que comen las migas de la corteza de los bollos que en el trasiego se desprenden de las piezas... y en el de los comilones de la casa, siempre los hombres, que en un día de fiesta rachada hasta podían engullir dos bollos de pan de centeno y uno de brona.
Ni siquiera siendo un liberal se puede volver la vista atrás sin sentir vergüenza ante las carencias, que en el comer, el beber y el arder, sufrieron los vecinos de Compostela.
Los hornos para cocer el pan estaban al pie de la ciudad, en la zona del Sar, Péxigos y Belvís. Nuestro escritor dice: «[...] en Belvís, al hornero de los Lagartos, le tundiesen las costillas unos estudiantes. Precisamente le tenía Madeira unas ganas al panadero [...]». Cuando estudié en Santiago y también en Madrid y en las temporadas en que viví en mi aldea tuve el frecuente placer de pasar alguna noche en los hornos de pan. El ambiente era voluntarioso porque había que acabar la tarea, esforzado pues se estaba en continuo movimiento, y placentero ya que el secular olor a harina, el de las brañas ardiendo en el hogar, el de los molletes, las bollas y las barras y los chuscos cociéndose a la vera de las empanadas y el parloteo amical era muy deleitoso.
Con posterioridad he tenido el honor de que una panadera reciclada del barrio de la plaza de Cervantes-Casas Reales-Puerta Francígena me sirviera un mollete enfundada en un abrigo de astracán, enjoyada, peinada y cardada a lo rubia americana, Winston, Jack Daniels, Mae West o Marilyn, y unos altísimos zapatos negros con tacones de tafilete. Su hija era el facsímil. Mi espléndida tahonera me tiró el pan encima del mostrador, con desprecio, para que la harina no le salpicara las pulseras y para demostrarme que era un miserable estudiante que cuando cobrara un estipendio profesional tampoco llegaría a lo que ella ganaba, ni en un supuesto para pagar el tinte de sus rizos. Poseía un estilazo que no compartía su marido que bregaba en el horno, ni su hijo varón. El pan era magnífico.
En fin, Lugín honra el pan gallego. La península celebraba la recogida de las cosechas. Hoy prima la eterna alegría de los derivados de la leche, que se celebra todos los días en la televisión.
En lo que sigue seré breve porque varios de los motivos que cito están recogidos en otras voces.
Los maizales fueron una parte consustancial de la cultura del rural. Cuando este grano llegó de América se produjo un despegue económico. En la actualidad en ciertas zonas se cultiva sólo para el consumo de la casa y en más y en alguna comarca de Italia para mezclarlo con otras harinas en la confección de la pasta de la pizza; sin olvidar las tortas de maíz y el pan dulce que en el XIX se confeccionaba en fiestas.
El maíz cambió el panorama que se divisaba desde las casas y los ranchos gallegos.
En lo que sigue trataré de dar una muestra en la que se referencia el pan y la empanada, y el maíz y la ventana; es decir, el maíz y el nuevo paisaje gallego que se vislumbraba desde la casa cuando este grano comenzó a sustituir al trigo y el centeno.
Recuerdo el cuento El Cadiceño de Rosalía de Castro, publicado por esta misma editorial con una introducción de Baltasar Porcel, que es anterior a La Casa y sin embargo nos da una imagen similar a la que escribe Lugín: «[...] la complacencia de los altos maizales vecinos [...]»; «Una leve brisa ondula los maizales y riza las aguas de la ría, que vienen mansas, calladas y tímidas a besar la tierra sin par [...] que la [...] palabra [...] no acierta a pintar [...] Galicia, en fin, que es todo dulzura». Don Alejandro escribe: «La humildad de los barrios de San Lorenzo y el Carmen de Abajo, que se extienden al término de la ciudad entre maizales y robledas [...]», «aquel pan cocido, sobre el que […]; o como una usanza que ayudaba a preservar la dote: «[…] gástanse en Santiago la renta del año […] y […] después, a la aldea a comer caldiño y pan de millo a todo pasto […]»; en forma de promesa de la novia enamorada: «No pases miedo, vidiña […] he ofrecido al Apóstol, que si sales bien he de ayunar tres días al traspaso. ¡Tres días a pan y agua...!»; en gatronomía: «Él fue quien birló una noche las empanadas de raxo que tenían a cocer en el horno de las Quingallas aquel don Bartolomé de los sudores de Barcala y otros graves y respetables señores aficionados a las cuchipandas caladiñas […]; como una alegoría: «Ya sabe usted, señorito […] aquí tiene a Rafael, que es bueno como el pan». Alegoría, como desaprobación: «[…] pan que fue blanco años atrás […]»; lugar de encuentro: «Fueron los tres hasta la Plaza del Pan»; en una confirmación de lo escrito en otro epígrafe: «Esa lámpara alumbra esta imagen sin apagarse desde hace más de quinientos años. Sostienes con la venta de las panochas de maíz que vienen a dejar a la Virgen de Bonaval sus devotos...».
Y para finalizar, en extenso y como alias, los Panduriño, Paniagua, Del Pan, Ganapanes del Hórreo…
Véase El Cadiceño de Rosalía de Castro con introducción de Baltasar Porcel (Coruña: Camiño do Faro, 2005).
Lucindo-Javier Membiela
*Extraído del glosario a la Edición Mayor de La Casa de la Troya, de próxima publicación.
*Anuncio del País Gallego (1890), periódico editado en Santiago.