En la obra de Lugín, el medievalismo brilla por su ausencia. No así en las novelas del canónigo de la Catedral P. López Ferreiro. Cuando Lugín escribe su obra, la escritura de pasto era tributaria de la comedia ligera y estaba comprometida con el asunto amoroso. La escena de las espadas y los sables era una jocosa arcanía con la que se trata de satirizar el estar antiguo, el poder, el verso pomposo, la historia y las dolorosas causas que originaban los duelos.
Muchos de los escolares eran de la comarca de Tuy y de Lugo, que son dos de los territorios más medievales de Galicia. El Lugín, de la región de Tuy y Santiago, al igual que el Vicetto de Monforte adoraba la hidalguía de las viejas torres y los pazos. Pero don Alejandro había caído y se había enviciado en el mundo del confort que no en el de la intemperie, en el de la innovadora high-life del bailoteo que por su gordura no podía practicar, el del epatante medio vermouth que se seguía sirviendo en el ambigú del Hotel Compostela durante los años setenta del pasado siglo y en el del hombro desnudo y el cuello de cisne de la jovencita.
Recordaré de una manera indicativa la portada de la novela Los caballeros del claro de luna, vendida por el librero Galí y que está en mi biblioteca. Su portada es un genérico y un símil a la comprometida acción de los escolares santiagueses, que se agavillan y se preparan para el asalto de la casa donde creen que los malísimos Maragotas tienen recluida a Carmiña.
Lucindo-Javier Membiela
Matías Membiela Pollán